sábado, 14 de agosto de 2010

JÓVENES Y GLOBALIZACIÓN


Durante años estuvimos esperando la fecha, era el momento en que el país tendría, producto de los cambios en el perfil poblacional y por las políticas que sobre el sector se implementaron, la mayoría de su población ubicada entre los 15 y los 29 años de edad. Todos los cálculos demográficos indicaban que en este año nuestra población juvenil sería mayoría en los centros de estudios y en la planta productiva; eso tendría al menos dos efectos importantes, por un lado, en las aulas de las instituciones de educación media y superior se estarían formando los mexicanos del siglo 21, los que sacarían al país de sus tradicionales y lacerantes rezagos históricos y, por el otro, serían la fuerza laboral indispensable para producir con calidad y cantidad suficientes, para poner a México en el mapa de la modernidad, además de que con sus participaciones solidarias en los fondos de pensiones los mayores tendríamos garantizado el derecho a una jubilación digna y bien merecida, y con el pago de sus impuestos las instituciones de salud, educación y demás tendrían recursos más que suficientes para seguir operando.
Pero la realidad propone y nuestros gobernantes lo descomponen. Nuestro “bono demográfico” al que nos referimos antes, en lugar de convertirse en una esperanza cumplida se convirtió en un problema más. La generación de los “ninis”, jóvenes que ni estudian ni trabajan y que algo tienen que hacer, es el saldo de incorrectas e irresponsables políticas públicas apoyadas en modelos económicos impuestos a través de la globalización.
Llegamos pues a este 2010 desesperanzados y con los siguientes datos sobre nuestra población juvenil, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y en el marco del Día Internacional de la Juventud, “En el país 14.9 millones de hombres y mujeres jóvenes se encuentran en pobreza, 3.3 millones en pobreza extrema y 12.1 millones son vulnerables por carencias sociales”, toda una debacle porque le pega no sólo a esa generación sino a las más viejas que se debaten entre la inseguridad laboral, la degradación de sus ingresos y nivel de vida, y el desmantelamiento de las instituciones y las prestaciones sociales ya ganadas, que debieran asegurar su bienestar para los años por venir.
Las cifras son dolorosas por injustas y apabullantes: “Los jóvenes en pobreza tienen en promedio 1.9 carencias sociales, de las cuales 18.1 por ciento tenían rezago educativo; 44.7 no contaban con acceso a los servicios de salud; 68 por ciento no tenían acceso a la seguridad social; 18.1 presentaban carencia en la calidad y en los espacios en la vivienda.
Mientras que 19.1% no tenían acceso a los servicios básicos en la vivienda, y 22% por acceso a la alimentación”. Nuestros jóvenes no tienen trabajo seguro, ni salario remunerador, ni acceso suficiente a las instituciones educativas de niveles superiores, por tanto tampoco tienen derecho a la vivienda --¿con qué la pagan o consiguen prestado si no tienen un trabajo estable?—ni derecho a la salud porque muchos ya son mayores de edad y no siguen estudiando, no porque no quieran sino porque no hay cupo y, sin trabajo ni estudio pues cómo consiguen para comer.
Pero las “transformaciones” sociales que estamos padeciendo son por apegarse estrictamente a políticas económicas, sociales y de seguridad que no nos sirven. El investigador Daniel Cohen da cuenta de esos cambios y sus efectos de manera sintética y entendible: “En la antigua fábrica fordista, el trabajador era siempre un trabajador (si trabajan es que no están bebiendo, como dijo Ford) siguiera la trayectoria que siguiera. En el mundo que vemos desplegarse hoy, se corre permanentemente el riesgo de “perderlo todo”. El profesional de alto nivel, depositario de un saber “único”, puede sufrir un descenso repentino y brutal al volverse incompetente por la aparición de una nueva tecnología; un trabajador “específico” es, por definición, alguien que lo arriesga todo ante la posibilidad de que su compañía caiga en bancarrota o decida que sus trabajadores se han vuelto redundantes. Finalmente, el tercer tipo de capital, acumulado en el transcurso de la vida individual, puede acabar perdiéndose cuando los trabajadores son excluidos a perpetuidad del mercado laboral y caen en el círculo vicioso de la pobreza y la desocialización”. Cualquier semejanza con la realidad que viven los trabajadores de Luz y Fuerza del Centro, de los pilotos y sobrecargos de Mexicana, por mencionar sólo los más visibles y recientes, no es mera coincidencia.
Y entonces, como resultado de ese desgarramiento en el tejido social, de ese olvido de la solidaridad, aparece como propuesta engañosa el individualismo, el que cada quien se rasque con sus propias uñas, la sensación de irresponsabilidad y fracaso personal por no tener lo que antes se consideraba debería de estar garantizado por instituciones sociales comunes y en las que participábamos todos.
Esa orfandad social que vuelve exclusivamente personales los fracasos en las políticas sociales y económicas de todo un país, un continente o de un modelo de mundo global que sólo atiende a los intereses de los más ricos e insensibles.
¿Cómo recuperar esa vida en sociedad? Donde todos nos hacemos responsables de todos, donde pesa más lo que nos hace iguales respetando nuestras diferencias, donde forjamos un destino común. El profesor de sociología de la universidad de Leeds en Inglaterra Zygmunt Bauman (La sociedad sitiada) lo expresa así: “Lo que parece haberse esfumado (si ha sido para siempre o sólo por el momento, es algo que queda aún por descubrir) es la imagen de la sociedad como “propiedad común” de sus miembros, cuyo cuidado, dirección y administración es posible concebir, al menos en un principio, en común; la creencia de que cualquier cosa que cada uno de los miembros haga o se abstenga de hacer es relevante tanto para la sociedad como un todo como para cada individuo en particular; así como se ha esfumado la confianza de que “juntos podemos hacerlo” y la convicción de que hacerlo o no hacerlo hacen una diferencia, la única diferencia que en verdad cuenta”.
Por eso no podemos ser indiferentes a lo que pasa con nuestros jóvenes, nuestros viejos, los trabajadores y desempleados, los niños y los discapacitados, debemos recuperar ese destino común pero ahora a una escala planetaria, porque la globalización llegó para quedarse y porque se puede aprovechar para beneficio de todos. Pero para eso, los beneficios sólo para unos cuantos deben desaparecer, y no se van a dejar sólo con palabras.