sábado, 3 de septiembre de 2011

EL CULTO

“Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias”. Orhan Pamuk, El libro negro.

Las cosas no son como parecen ser, la realidad es una construcción social en la que cada quien aporta lo que puede, o lo que los otros dejan que uno ponga. Los gobernantes que se exponen exageradamente a los medios de comunicación terminan convencidos que son esos que aparecen en las magnas fotografías de las primeras planas, que son los héroes renacidos de los que hablan los noticieros, que son más que humanos como les susurran sus consejeros.

Los mexicanos sabemos que nuestros mandatarios, apenas ocupan el cargo ―y a veces desde antes, desde que sueñan ocuparlo― se marean, se creen muy superiores a lo que en realidad son, llegan a pensarse infalibles, indispensables, los grandes guías de súbditos indefensos que no tienen por qué tener voz ni pensamiento propios. El fenómeno es viejo, muy viejo, tanto que las advertencias, las biografías de vidas que terminan en el ridículo debieran servirnos de ejemplo para evitar que siga sucediendo. Pero la ambición y la vanidad no tienen memoria, son profundamente amnésicas y resistentes a la crítica.

El premio Nobel de literatura Orhan Pamuk, desde una novela alucinante como es “El libro negro”, se inventa una reflexión sobre la locura del culto a la personalidad, bueno, esa es una de las posibles lecturas, porque cada quien, desde su contexto, podrá encontrar otros discursos, precisamente ese el mérito de la buena literatura. Entre las muchas historias que se van tejiendo está la del príncipe que, preocupado por ser un buen gobernante para su pueblo, se aísla en su castillo para no recibir la influencia de los otros, de esos interesados en convertirlo en otra cosa diferente a lo que aspira a ser, pero el esfuerzo es vano, parece que el poder no se puede ejercer sin estar sometido al influjo de los demás y pretender lo contrario es más loco que aceptarlo.

“Todos los pueblos que no pueden ser ellos mismos, todas las civilizaciones que imitan a otras, todas las naciones que se contentan con las historias de otras, están condenados a desplomarse, a desaparecer, a ser olvidados”. Ese es el lugar de la historia, de los viejos nacionalismos, de las tradiciones y costumbres que pierden parte de su forma de ser para integrarse a un mundo cada vez menos diferenciado, y caemos en la tentación de copiarlo todo, hasta nuestros representantes populares comienzan a referirse a un país que no existe, recitan ideas que nunca han tenido y tampoco comprenden, llegan a creer en lo que se dice en los medios de comunicación de ese lugar, cada vez más imaginario, que ellos dicen gobernar.

“Los felices años de mi infancia duraron mucho. La estúpida felicidad de mi infancia duró tanto que viví hasta los veintinueve años justos como un niño estúpido y feliz. Un imperio que permite que un príncipe heredero que algún día habrá de subir al trono pueda llevar hasta los veintinueve años la vida de un niño estúpido y feliz está, por supuesto, condenado a desplomarse, a desaparecer”. Allí tenemos a los llamados “juniors”, esos que nunca han tenido carencia alguna, que viven una infancia perpetua porque el sistema político se los permite, que han sido educados en y desde el extranjero, que miran a los otros como los redentores que el destino nos mandó. Son los herederos de las grandes fortunas hechas desde el privilegio, desde la desigualdad consentida, desde la impunidad que les es natural. Esos de apellidos famosos, de imagen impecable, que han convertido las primeras planas y los procesos electorales en una interminable nota rosa.