viernes, 30 de septiembre de 2011

LECCIONES DEL 68

Hay vivencias que definen, que cambian el rumbo de una vida, que nos vuelven sensibles a procesos históricos y sociales, que nos vuelven escépticos y preguntones, críticos en lugar de conformistas.

No participé en el movimiento estudiantil del 68, no soy de esa generación, por edad no me correspondía, ni siquiera por cercanía geográfica o por tener algún afecto familiar involucrado, y sin embargo, recuerdo que esperaba con ansias los periódicos para leer sobre algo que no entendía, que a los adultos intrigaba pero que no se molestaban en explicar a un niño de primaria particular marista. Como tantos temas que se quedan fuera de las aulas, como si la escuela fuera un mundo paralelo a la realidad ―igual que ahora―, los profes tampoco parecían interesados en eso que pasaba en la capital del país o en las escasas ciudades donde los universitarios, esa élite dorada, trataban de replicar un movimiento que comenzara con demandas muy específicas y que evolucionara a un enfrentamiento contra un gobierno que descubrimos más miedoso y autoritario de lo que se veía a simple vista.

No conocí a protagonistas de ese 2 de octubre hasta que al principio de la década de los ochentas del siglo pasado, en Querétaro, pude escuchar al Búho, llamado así por sus enormes lentes de culo de botella, Eduardo Valle, uno de los más lúcidos dirigentes estudiantiles de esa época; también a Heberto Castillo quien diera el grito de independencia el 16 de septiembre en una Ciudad Universitaria sitiada por el ejército, ese ingeniero que planeara un nuevo partido político desde las celdas del antiguo Palacio de Lecumberri junto con algunos de los dirigentes estudiantes también presos, con obreros como el ferrocarrilero Demetrio Vallejo, con intelectuales que después prefirieron quedar como apoyos externos, con muchos de los grandes caricaturistas que renunciaban a los derechos de autor por el uso de su obra para hacer carteles, para imprimir camisetas, bonos de cooperación y demás. Pero conocerlos fue el remate de una curiosidad despertada muchos años antes y que llevó a muchos jóvenes a preguntarse si la realidad cabía en las primeras planas de los periódicos, en los estrechos márgenes de una pantalla de televisión o en los límites cerebrales marcados por los enormes audífonos del locutor de moda.

Aprendí, junto con algunos de mis compañeros y amigos, que la realidad tiene muchas formas de vivirse, percibirse e interpretarse, que hay niveles de comprensión que se escapan si no la cuestionamos, la exprimimos y actuamos en consecuencia, que las cosas frecuentemente no son lo que parecen. Que vale más un espíritu libre que uno atado a ideas ajenas, por más dogmáticas y bienintencionadas que sean.

No somos la generación del 68 pero sí somos sus herederos. Como tales y seguramente sin saberlo participamos y hemos hecho nuestras propias historias, nos tocó la suerte de contribuir en algo en luchas que ahora parecen novedosas, por los derechos humanos, por una sociedad plural y tolerante, por la diversidad sexual, por los derechos de las mujeres, por una educación pública y laica para todos, por hacer que el voto cuente y se cuente, por hacer realidad preceptos constitucionales que para algunos son meras quimeras, por una sociedad más igualitaria.

El 2 de octubre de 1968 no es solo una fecha más del almanaque nacional, fue la culminación de un proceso social y el inicio de muchos otros. No hay frustración, no hay reniegos, no es lo mismo ver pasar la vida que intentar formar parte de ella. Todos podemos elegir, en cualquier momento, entre más pronto mejor.

domingo, 25 de septiembre de 2011

COMO SI NO PASARA NADA

“Les deseo a todos, a cada uno de ustedes, que tengan su propio motivo de indignación. Es un valor precioso. Cuando algo te indigna como a mí me indignó el nazismo, te conviertes en alguien militante, fuerte y comprometido. Pasas a formar parte de esa corriente de la historia, y la gran corriente debe seguir gracias a cada uno. Esa corriente tiende hacia mayor justicia, mayor libertad, pero no hacia esa libertad incontrolada del zorro en el gallinero. Esos derechos, cuyo programa recoge la Declaración Universal de 1948, son universales. Si se encuentran con alguien que no se beneficia de ellos, compadézcanlo y ayúdenlo a conquistarlos.” Stéphane Hessel. ¡Indígnense!

Lo sabemos, nos lo embarran en la cara, su porquería ocupa todo y no deja respirar sin tragarse algo de la misma, pero su discurso la evita, como si no existiera, como si no la produjeran y fueran parte de ella.

Detrás de cada escándalo de impunidad y corrupción están los datos duros de lo que ya no se puede esconder, nuestro sistema político está completamente podrido. Allí está la andanada de aplausos cínicos al exgobernador Montiel en el cambio de gobierno del Estado de México; allí están las grabaciones, los testimonios, los documentos, las fotografías que involucran a las cúpulas políticas, partidistas, empresariales y religiosas en tragedias cotidianas como el casino Royal; también las víctimas visibles que estaban enterradas en las fosas de la indiferencia y que sigue recogiendo la caravana encabezada por Javier Sicilia y el resto de familiares que no han perdido la capacidad de indignación; allí están los autodestapes disque disfrazados de informes de gobierno, de entrevistas televisivas; también los 35 ejecutados en Veracruz, a cortísima distancia temporal y geográfica de la reunión nacional de procuradores estatales de la justicia con la cabeza de la PGR y de remate los 301 bienes inmuebles decomisados por la policía colombiana achacados al cártel del Chapo Guzmán; seguir con la lista ya interminable nos dejaría sin espacio, ni para pensar, ni para recuperar esa capacidad de indignación que el francés Stéphane Hessel nos demanda a nombre de tantos miles de muertos, de nuestra historia reciente, que tenían esperanza en un futuro mejor.

No pueden ser más cínicos, se aprovechan de sus propias corrupciones para proponer “reformas” que las legalizan, pretendiendo legitimar sus privilegios, su visión de un mundo y una Nación creada exclusivamente para su beneficio, garantizando su impunidad y haciéndonos creer que es para nuestro bien. Así han desmantelado el llamado estado de bienestar, ese que creció con la idea de que nuestras instituciones deberían garantizar una vida digna para todos, con salud, educación, vivienda, acceso a la cultura y esparcimiento, con la seguridad en nuestras vidas y bienes, a una vejez digna y productiva, a un trabajo y salario decentes. Se roban la riqueza generada socialmente, por todos; devastan amplias zonas del territorio nacional para lucrar con el agua, con los minerales, con la biodiversidad, con el paisaje. En nombre del progreso se están quedando con todo y se lo acaban, como si fueran inmortales.

La globalización nos iguala para bien y para mal, lo que pasa en Europa no es exclusivo de esa región del mundo. La altiva Europa, cuna de la civilización occidental, tan vapuleada recientemente, está reaccionando, esperemos que no demasiado tarde, que su indignación nos contagie a todos: “Se atreven a decirnos que el Estado ya no puede garantizar los costos de estas medidas ciudadanas. Pero ¿cómo puede ser que actualmente no haya suficiente dinero para mantener y prolongar estas conquistas cuando la producción de riqueza ha aumentado considerablemente desde la Liberación, un período en el que Europa estaba en la ruina? Pues porque el poder del dinero, tan combatido por la Resistencia, nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general. Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la carrera por el dinero”.

Por eso urge que recuperemos la sensibilidad, que ubiquemos con precisión los intereses generales, que nos resistamos a seguir siendo manipulados. Que el remolino electoral, tan costoso, que ya comenzó, no nos deje resignados, como simples espectadores de unos poderosos que se reparten lo poco que nos queda. Que aparezcan las definiciones ideológicas, los compromisos reales, antes de que se los trague el determinismo económico. Que no nos roben la indignación y la esperanza.