viernes, 21 de septiembre de 2012

NUESTROS MUERTOS

“Tal vez suene anacrónico o pueda parecer demagógico, pero a veces es necesario ser ‘como el tenor que imita la gutural modulación del bajo’ y decir palabras como patria, futuro y esperanza, aunque frente a nuestra cándida nariz rían los eternos polkos o se burlen los falsos cosmopolitas.” Hugo Gutiérrez Vega en su discurso como integrante de la Academia Mexicana de la Lengua, La Jornada 13 de septiembre 2012. Hay que recuperar la voz y la palabra, no dejársela a quien no la respeta, a quien la usa para engañar y esconder sus múltiples perversidades. Hay que nombrar a nuestros muertos, hablar de lo malo sin fingir que todo es bueno. Hermoso descubrimiento el del periodista John Harold Giraldo Herrera de la Revista Ñ (12 de septiembre del 2012), en esa tierra latinoamericana a la que Enrique Peña Nieto fue a pedir asesoría para seguir la guerra disque contra el narcotráfico: “En Guayabito vive muy poca gente. Los pocos habitantes del pueblo están surcados por extensos cultivos y sembrados de maíz. Son miles de hectáreas con más ganado que gente. Un puñado podría decirse. Y las pocas fincas se mantienen en solitario, salvo algunos fines de semana cuando llegan los patrones a pasar revista o a veranear con sus amigos. Sin embargo, María Isabel y su familia han tenido un contacto directo con los muertos, no solo porque los ven pasar ahí como en el patio de su casa, sino porque los muertos han sido una constante desde que ella llegó. Hace dos meses, decapitaron a dos muchachos del lugar y sus cadáveres fueron echados al río. Allí anduvieron flotando, entre algunas vacas que caen, en medio de esas aguas pasivas en la superficie pero tumultuosas debajo. Cuarenta metros de ancho mide el río, que a veces llega a 15 de profundidad. Allí guarda los misterios del devenir cruel y sanguinario de la historia colombiana. Los cuerpos deshilvanados, maltrechos, putrefactos y torturados no son normales para la poeta de los muertos. A ellos les ha escrito cientos de poemas en papelitos. El asombro la hizo escribir, aun exhausta tras su trabajo, sentada bajo un árbol escribe. Por necesidad, emoción y puro sentimiento […] Mientras nadie dice nada, mientras muchos callan el dolor y la angustia por “estar curtidos de tanto muerto”, María Isabel escribe, exorciza sus penas, ajenas, prestadas y las vuelve suyas. Ella no conoce a quienes con indolencia e inhumanidad han bañado al río de sangre, a las familias de vacíos, al país de olvido y a los muertos de desolación.” Así es María Isabel Espinosa, quien desde su sensibilidad, que algunos teníamos y hemos perdido, busca lo que muchos han renunciado a hacer: “Para María Isabel, haber llegado a este sitio fue asunto del destino. Los muertos no tenían quién les escribiera y al parecer zambullidos allí, los victimarios esperaban borrar sus rastros y que quedaran impunes sus atrocidades, pero la pluma de esta mujer aviva la memoria e impide el olvido. Los cuerpos no son sus parientes, no conoce ni sus nombres, ni su procedencia, tampoco los llora como las madres en Trujillo, Bolívar, Salónica, Bojayá, Riofrío y muchos lugares más; sitios que han tenido que padecer lo fatídico de los asesinatos en serie y las masacres. Nada de eso, María Isabel, les escribe por pura humanidad. Alguien los debía anclar, una persona se debía escandalizar y nada más que una mujer que tenía por pasión escribir, variar los sentidos emocionados por el color de las flores, al del horror producido por los muertos.” En el mismo afán está nuestro poeta Javier Sicilia, que los muertos por esta masacre cotidiana no se olviden, nos pertenecen a todos porque reflejan nuestro fracaso como seres humanos que pretenden trascender la muerte. Una caminata, tres caravanas cruzando el país y buena parte de la geografía de nuestro cómplice del norte, un intento de diálogo con una enferma clase política que no sabe honrar ni su propia palabra y que por eso nos corrompe a todos. Dice Sicilia estar “hasta la madre” de no encontrar la respuesta suficiente para detener esta guerra demencial que no parece tener fin, porque a muchos poderosos no les conviene que termine, porque se enriquecen enviciando a los demás, porque nos convierten a todos en mercancía. Los tres poetas, desde sus respectivas tribunas, tienen razón; hay que recuperar la palabra porque es lo único que nos queda, hay que nombrar a los muertos para que su muerte tenga sentido e impida la desmemoria, que nos ayuden a detener la espiral sangrienta en que estamos metidos. “En estos tiempos dolorosos –alertó el director del suplemento cultural La Jornada Semanal y autor de la columna Bazar de Asombros–, agobiados por las más lacerantes contradicciones, por la corrupción, la violencia homicida, la pobreza extrema, la injusticia, la cháchara redentorista y el terrible crecimiento de los fundamentalismos, tenemos la tentación de abominar de la política, pero la vencemos, pues es doblemente peligroso desconfiar de todo y de todos.” Es cierto, no podemos suicidarnos desconfiando de todos, tenemos que recuperar la humanidad perdida, olvidada, arrinconada, no caer en el juego de los que nos dividen para vencernos. Nos ocultan la realidad, nos maquillan las cifras, dicen cometer atrocidades por nuestra seguridad, hasta que nos convertimos en víctimas directas porque renunciamos a nuestros derechos, a nuestra memoria.