viernes, 21 de noviembre de 2014

ESTABILIZAR LA VIOLENCIA

Estos políticos tan ego maníacos, que se quieren hacer los chistosos, exigen que se les responda para que no crean que nosotros se las creemos. No es posible que se crean que “normalizar” la violencia, sus corrupciones e impunidades, merecen además ser “estabilizadas”. Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, que se puede consultar en http://www.rae.es/recursos/diccionarios/drae, lo estable puede entenderse de estas tres maneras: “Que se mantiene sin peligro de cambiar, caer o desaparecer. Que permanece en un lugar durante mucho tiempo. Que mantiene o recupera el equilibrio”. Resulta difícil de creer ―bueno, es un decir―, que no conozcan alguno de los significados, que estén deseando que el crimen organizado, y no tanto, siga proliferando al grado de poner en riesgo a cualquiera, que ignoren que su “estabilidad” produce millones de pobres y poquísimos billonarios, que quieran que olvidemos que sus reformas se han hecho a costa de los derechos de las mayorías y que están devastando lo poco que queda de las instituciones sociales que operaban ―con sus asegunes, pero lo hacían―, atemperando las desigualdades sociales y propiciando la solidaridad con los más afectados por un sistema imperfecto, pero que algunos resultados daba. No, no estamos de acuerdo con su “estabilidad” de miles de desaparecidos, con la violencia que pudre nuestras familias, nuestras escuelas, la convivencia cotidiana. Tampoco con su “estabilidad” que dan las leyes hechas a modo y para beneficio de los poderosos; con la actuación corrupta de jueces, ministerios públicos, procuradores, gobernadores, diputados, senadores y cuanto personaje servil ―ser vil― que los acompaña. No estamos de acuerdo con esa “estabilidad” que propicia el tráfico humano, la prostitución forzada, el trabajo sin seguridad de permanencia, el salario insuficiente, la vida indigna, los niños de la calle, los migrantes abusados por propios y extraños, el desprecio a nuestras culturales ancestrales y a los indígenas, la discrecionalidad y opacidad en el destino de los recursos públicos, la pobre educación para los pobres, la destrucción de la naturaleza por la simple codicia de unos cuantos, ni la manipulación grosera de los medios de comunicación. Esa “estabilidad” debe ser desestabilizada para construir otra, más justa, más equitativa, más segura, más disfrutable, más solidaria. De eso se trata la política. Tampoco podemos tragarnos el rollo ese de que sólo hay un proyecto de nación, hay muchos y un gobernante debe tener el talento para identificar el que sea más deseable para la mayoría que supuestamente gobierna. La política no puede usar la coartada de que no es lo mismo lo posible que lo deseable, que hay que conformarse con lo primero y posponer indefinidamente lo segundo, como si la vida fuera eterna. Debemos exigir que los esfuerzos colectivos sean encausados para convertir en posible lo deseable, vencer los intereses personales, familiares ―tan de moda ahora―, de grupo y dar la pelea por las viejas o nuevas utopías, que quizás sean las mismas. Alguien dijo que las utopías nunca se alcanzan, pero sirven para caminar. El crecimiento de la criminalidad no es un fenómeno aislado o algo indeseable con lo que hay que cargar, no es voluntad divina, no es mala suerte; buscando explicación Hugo Esteva ―www.jornada.unam.mx/2014/10/27/opinion/022a1pol― cita a Foucault: “La arbitrariedad del tirano es un ejemplo para los criminales posibles e incluso, en su ilegalidad fundamental, una licencia para el crimen. En efecto, ¿quién no podrá autorizarse a infringir las leyes, cuando el soberano, que debe promoverlas, esgrimirlas y aplicarlas, se atribuye la posibilidad de tergiversarlas, suspenderlas o, como mínimo, no aplicarlas a sí mismo? Por consiguiente, cuanto más despótico sea el poder, más numerosos serán los criminales. El poder fuerte de un tirano no hace desaparecer a los malhechores; al contrario, los multiplica […] Un criminal es quien rompe el pacto, quien lo rompe de vez en cuando, cuando lo necesita o lo desea, cuando su interés lo impone, cuando en un momento de violencia o ceguera hace prevalecer la razón de su interés, a pesar del cálculo más elemental de la razón. Déspota transitorio, déspota por deslumbramiento, déspota por enceguecimiento, por fantasía, por furor, poco importa. A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad; y lo hace de manera permanente... El déspota puede imponer su voluntad a todo el cuerpo social por medio de un estado de violencia permanente. Es, por lo tanto, quien ejerce permanentemente… y exalta en forma criminal su interés. Es el fuera de la ley permanente”. Parece tener razón el sociólogo francés, sólo habría que añadirle que los déspotas modernos potencializan sus intereses con el uso de los medios de comunicación masiva, para convencernos que son diferentes a los criminales, que son enemigos, que hay que defenderlos y aguantarlos en defensa de un estado de derecho que está muy chueco y que ni así respetan, y de una “estabilidad” abusiva que sacan cuando quieren reprimir.