lunes, 6 de febrero de 2017

DE REVERSA, MAMI

DE REVERSA MAMI Joaquín Córdova Rivas La globalización y sus promesas incumplidas. En la superficie, los tratados de libre comercio semejan una maraña indescifrable de reglas que pretenden desregular el masivo intercambio de mercancías de un lugar a otro del mundo. En el fondo pudieran simplificarse en un manojo de cuestiones básicas en un intento de tratar de entenderlos. Hay diferentes formas de pensar la globalización, pero se nos ha impuesto una como si fuera la única posible y que tiene que ver con la hipotética capacidad de ser felices a partir de lo que podamos consumir. Hemos pasado rápidamente de una sociedad de productores a una de consumidores, pero el proceso nunca fue parejo u homogéneo. Cuando comenzó a pensarse, luego a “negociarse”, para terminar imponiéndose, el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN por sus iniciales en español, NAFTA por las mismas en inglés) partía de una suposición que al menos parecía un hecho incuestionable. México, con su mano de obra barata y dócil, con sus sindicatos charros, con sus casi ilimitados recursos naturales, con una casta política y empresarial corrupta, educada en el extranjero y con los valores propios de las llamadas grandes metrópolis, se encargaría de proveer los productos necesarios, y no tanto, que requirieran los numerosos consumidores de Estados Unidos y Canadá, a los precios más bajos posibles. A algunos les pareció una relación virtuosa. Los mexicanos, tan necesitados de empleos, nos beneficiaríamos con la llegada de empresas de nuestros vecinos del norte para que les maquiláramos lo que ellos necesitaban para ser felices, o por lo menos que se sintieran así; y ellos consumirían esos productos, diseñados para sus necesidades básicas y superfluas, a precio de regalo. Pero como también requerían de mano de obra para las labores internas que no querían realizar, por extenuantes, poco remuneradas y quizás consideradas poco dignas —cosechadores, jardineros, meseros, niñeras, albañiles, carpinteros, plomeros, electricistas y demás— lo ideal era una frontera porosa que permitiera su paso, pero suficiente para considerarlos ilegales o indocumentados y evitar pagarles lo justo, o siquiera lo establecido como salario mínimo por hora de trabajo. Mientras, los automóviles, televisores, computadoras, ropa, refrigeradores, aparatos de aire acondicionado y todo lo que necesitaran, les llegaría de aquí para allá, con sus propias marcas y a su gusto. Porque hasta eso, a las diferentes regiones las pusieron a competir para lograr el “privilegio” de instalarse aquí, con exenciones de impuestos de todo tipo, regalándoles los terrenos, el agua y la infraestructura vial o ferroviaria, facilitándoles los fraccionamientos exclusivos para sus directivos y gerentes, sus escuelas, sus centros comerciales, para que no extrañaran nada cuando tuvieran que venir a supervisar o a presionar para lograr ventajas que las empresas de otros países no pudieran tener. Pero, como a la serpiente que se devoró a sí misma porque se encontró con su cola, el maldito modelito resultó ser parte de una crisis mucho mayor que les fastidió sus propios planes. Su felicidad se encontró con el tope de un nivel de vida artificial y basado en pedir prestado hasta no poder pagar ni en abonos chiquitos, sus propias empresas no pudieron crecer a la velocidad que los clientes querían comprar y desechar, y llegaron capitales más frescos de economías en temporalera expansión, y les comieron el mandado. Si antes predicaban, hipócritamente, el libre mercado, la desregulación financiera y el tránsito “libre” de capitales, el debilitamiento de un Estado que se entrometía para limitarles sus “libertades” principalmente consumistas y comerciales; ahora hay que hacer lo contrario: que viva el proteccionismo, un Estado fuerte que se meta en todo y recupere las glorias perdidas, y el cambio metiendo reversa para regresar de una sociedad de consumidores a una de productores, pero sin saber que eso ya no es posible. Para rematar, como el consumismo no hace la felicidad, surgió otro mercado que también quieren acaparar, su población es la que más drogas con prescripción médica consume en el mundo, igual que las ilegales que no controlan ni en producción, ni en distribución, pero sí se esnifan o inyectan con singular desesperación. Pagar la cosecha no tecnificada de productos agropecuarios o un trabajador manual de cualquier tipo con el salario mínimo legal, les elevaría significativamente los costos de cualquier producto, servicio o reparación. Las empresas que muden de domicilio y “regresen” o se instalen por primera vez en territorio norteamericano difícilmente crearán los empleos que —paradójicamente— ahora tanto necesitan, porque son caros, están asociados todavía a una serie de prestaciones sociales amparadas por sindicatos que todavía presumen cierta independencia y combatividad, y además caen en una coyuntura tecnológica específica: la robotización. La principal limitante para robotizar líneas de producción completas es que todavía es más barato tener trabajadores con salarios como los del tercer mundo, incluyendo los mexicanos. Pero si la producción tiene que considerar salarios y prestaciones mucho más altos como los norteamericanos o canadienses, entonces sí resulta rentable hacerlo. Y de ser necesario así será. Desgraciadamente el futuro nos alcanzó antes de lo que pensábamos, en un momento poco oportuno porque ni siquiera tenemos una casta política conocedora y mínimamente nacionalista, a nosotros sí nos va a pegar el desempleo mucho antes de habernos preparado, con el agravante de que desmantelamos nuestro estado de bienestar a lo tarugo junto con las empresas productivas que lo hacían viable —la despectiva “gallina” a la que se refiere el que cobra como presidente—, y que con el proteccionismo trasnochado del copetudo de allá, hasta lo que envían nuestros migrantes puede sufrir una baja catastrófica. Ya ni mencionar que el Trump ese tiene acceso al arsenal militar más grande del mundo, lo que sería motivo de otro análisis. No entienden que no entienden, no saben que no saben, y nosotros que los dejamos disque gobernar.

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