sábado, 17 de marzo de 2018

LAS ESTRELLAS Y EL TIEMPO

Joaquín Córdova Rivas Nuestros sabios antepasados, esos de los pueblos originarios que, desde un eurocentrismo miope y abusivo se calificara de ignorantes, observaban la bóveda celeste y además de maravillarse con los astros y las estrellas, buscaban relaciones con su vida cotidiana, con las estaciones del año, con lluvias y tormentas, con la siembra y la cosecha, con su ubicación terrestre en un mundo que, al ras del suelo, ofrecía pocas referencias. Después, observarlas con los instrumentos que incrementaban el alcance de la vista fue considerado peligroso, porque, decían algunos, podían cuestionar lo escrito en textos sagrados que se interpretaban a gusto de los gobernantes civiles y religiosos en turno. Pero la técnica siguió avanzando y la curiosidad también. Las ciencias comenzaron a querer explicar lo que algunos consideraban resuelto e inmutable. Como ahora sabemos, aunque solemos olvidar, los sentidos no son nada sin la interpretación que de los datos hace nuestro intelecto. Por eso fue posible que desde una tecnologizada silla de ruedas, alguien que no podía moverse ni para articular palabra, se comunicara y conociera las estrellas y el universo mejor que nadie. No se trata de montarse oportunistamente en la noticia de su muerte, para nuestra generación el físico teórico Stephen Hawking fue un referente que le daba significado a parte de nuestra forma de pensar y disfrutar lo que nos rodea, por muy lejano o próximo que esté. Pero la tecnología desvela algunas cosas a la vez que oculta otras. Podemos maravillarnos con los grandes avances que permiten que dentro de una pequeña pieza de plástico y metal se guarde gran cantidad de información, o se tenga acceso a casi cualquier persona, lugar o conocimiento disponible. Pero esa “disponibilidad” afecta la manera en que nos relacionamos con los otros, con nuestro trabajo, con todo lo que nos rodea. Hemos perdido la capacidad de asombro cuando todo lo damos por hecho, como si no supiéramos que lo que ignoramos sigue siendo la mayor parte, nuestra subjetividad pierde rutinas, horarios, se modifican las costumbres y creemos que seguimos siendo libres cuando somos más esclavos que antes, y hasta interiorizamos la violencia que ese proceso lleva consigo. El filósofo surcoreano, profesor de la Universidad de la Artes de Berlín Byung-Chui-Han, en su ensayo Topología de la Violencia, trata de explicar lo que nos está haciendo este capitalismo posmoderno, como él lo llama. Si usted es de los que está atado a lo que le llegue por su celular, tablet, computadora o televisión supuestamente inteligente, si cree que es más productivo porque alarga su tiempo laboral hasta abarcar lo que antes eran tiempos de descanso, de sueño, de reflexión, de convivencia y cree que es porque así lo decide, parece que sufrirá una decepción. Sin meternos en honduras he aquí algo de lo que escribe y explica: «El sujeto de rendimiento de la Modernidad tardía no está sometido a nadie. De hecho, ya no es un sujeto, pues ha dejado de serle inherente cualquier tipo de sujeción (subject to, sujét à). Se positiviza, se libra a un proyecto. La transformación de sujeto a proyecto no hace que la violencia desaparezca. En lugar de una coacción externa aparece una coacción interna, que se ofrece como libertad. Este desarrollo está estrechamente relacionado con el modo de producción capitalista. Porque a partir de cierto nivel de producción, la autoexplotación es mucho más eficiente, mucho más potente que la explotación del otro, porque va aparejada con el sentimiento de libertad. La sociedad del rendimiento es la sociedad de la autoexplotación. El sujeto de rendimiento se explota hasta quedar abrasado (burnout). Se desarrolla una autoagresividad, que no en pocas ocasiones se agudiza y acaba en la violencia del suicidio. El proyecto se revela un proyectil, que el sujeto de rendimiento dirige contra sí mismo.» Es cierto, terminamos “fundidos” creyendo que somos más productivos cuando solo nos ahogamos en lo superficial, en lo aparentemente urgente que parece importante, aunque al final sea una bobada que no vale la pena el esfuerzo y el desgaste. Nos mantenemos hiperconectados “por si pasa algo” y sí, pasan muchas cosas, demasiadas para digerirlas mentalmente, para jerarquizarlas y entonces queremos responder compulsivamente a todo, nos violentamos creyendo estar ejerciendo una libertad que no existe. «En el nivel psicológico profundo, el capitalismo tiene mucho que ver con la muerte y el miedo a la muerte. También ahí reside su dimensión arcaica. La histeria de la acumulación y del crecimiento y el miedo a la muerte se condicionan mutuamente. El capital se puede interpretar como tiempo condensado, pues el dinero permite hacer que otros trabajen para uno. El capital infinito genera la ilusión de un tiempo infinito. La acumulación del capital trabaja contra la muerte, contra la falta absoluta de tiempo. En vistas al tiempo limitado de vida, uno acumula tiempo de capital. La economía capitalista absolutiza la supervivencia. Su preocupación no es la buena vida. Se alimenta de la ilusión de que el incremento de capital genera más vida, más capacidad para la vida.» Dejamos “la buena vida” por la ilusión vana de “más vida” porque parece que exprimimos el tiempo todo lo posible, hasta que nos ganamos una muerte prematura.

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